Cultura libre de lo urgente

cartel del hackmitin // portada del libro voces obreras (2018)
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De chica recuerdo haberme preguntado siempre, ¿cómo le hacen?, cuando veía que la gente viajaba, que emprendía proyectos colectivos, que adquiría una computadora o una máquina para hacer música o para proyectar video. Me lo preguntaba porque deseaba hallar la manera y a mi lado encontraba solo limitaciones: el miedo a un crédito y a no llegar a fin de mes, tener siempre otras prioridades, más necesarias y urgentes. Cuestión de mentalidad, supongo, porque a mi alrededor se acumulaban ciertas capacidades en la forma de libros, destrezas artísticas, intercambios intelectuales. No dinero pero sí cultura.
Así recuerdo conocer en principio la cultura libre, vía música electrónica y muestras de vg donde se ponían en el centro temas críticos: anticapitalistas, antiespecistas, antipatriarcales. Solidaridades internacionales antiglobalización, reivindicando la fiesta y la libertad, ofreciendo arte digital con software libre, en las calles y en las cárceles. Y yo no dejaba de preguntarme, ¿cómo consiguen sus equipos, cómo se financian sus viajes y sus aprendizajes?
Entonces entendí que solidaridad internacional implicaba reconocer la desigualdad económica mundial y aprovecharla, trayendo recursos hacia el sur. La misma estrategia de las cooperaciones pero sin ataduras institucionales ni logo al pie de página, para garantizar el hacer autónomo. Una estrategía que favorecía en sus primeros momentos internet y que circulaba a través de la movilización contra los tratados de libre comercio y la privatización de la cultura y el conocimiento.
Y la cultura libre, sin ser mentada pero presente como una búsqueda permanente. Estaban quienes primero empezaron a nombrarla de esa manera y quienes la practicaban y la compartían burlando cualquier tipo de restricción impuesta de antemano. Piratería, quematón y contrabando vinieron antes que reformas legales y adaptación a los usos justos.
Y en ese entonces, adolescente todavía para mí, un montón de personas haciendo sus cosas. Sobre todo hombres, y muchas veces sus novias, compañeras, amigas y allegadas. Sobre todo hombres, y algunas mujeres. Y la capacidad de trasvestirse y ejercer la sexualidad sin necesidad de ponerle un nombre, en el ambiente de la fiesta y en el espacio de libertad que ofrecen los márgenes.
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Luego vinieron los espacios de comunicación y la necesidad de proyectar la información por fuera de los propios círculos. Herencia temprana, también de internet. Ante las puertas de un Edward Snowden advirtiendo globalmente lo que de años atrás se sabía ya, que las ansias de comunicación eran cuidadosamente monitoreadas y registradas por el centro de los centros del imperio vigilante.
De años atrás se sabía también que internet, con todas sus bondades y posibilidades, se abría más a quienes mejor desplegaban su conocimiento allí. Personas entregadas a los foros y la indagación del código y las grietas de funcionamiento, personas que no importaba tanto quiénes eran sino lo que podían decir y hacer en red, con el -cada vez más extinto- beneficio del anonimato.
Pero en estos -todavía- espacios de libertad que ofrecía la red, los diálogos y llamados a la acción colectiva, que no necesitaban nombres ni afiliaciones, se cargaban de costumbre y de subtexto. Se construían netiquetas acordadas por consenso pero también se estilaban ciertos tipos de respuesta, ciertos humores, ciertas reacciones.
Allí también transitaba la cultura libre, más técnica que discursiva, más en germen y más soporte de lo que se haría luego. Allí también se siguieron las propuestas de Aaron Swartz y se compartió la rabia de su muerte y se organizaron encuentros para convertir la rabia en acción afirmativa.
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En ese momento internet ya era un bien de acceso masivo, cuyos costos descendían en la medida que grandes empresas invertían en infraestructuras centralizadas, donde se optimizaban recursos para la captura, almacenamiento y procesamiento de datos, en tiempo récord. Alquimia pura de la mezcla entre informática y robustos capitales.
Y en ese -no tan lejano- contexto, alrededor de la necesidad de hacer una lucha a través de la comunicación masiva, inmediata e interactiva de internet, algunos se cuestionaban por los contenidos mientras, entre fricciones, otros insistían en comenzar por los medios técnicos para difundirlos.
Como pasó en 1999, entre 2012 y 2013 algo terminó y una cosa nueva comenzó a gestars, por lo menos en este bloque continental del sur. Internet no fue más terreno de pocos, interés de pocos, conocimiento de pocos. Aunque no fuera nuevo, ahora llegaba a miles de millones de personas, en la forma de un derecho pero también de una amenaza. La vigilancia y las violencias que desde antes se habían instalado allí, eran ahora visibles.
Internet no era más un espacio para la experimentación libre, ahora tenía límites y reglas cada vez mejor definidas, cada vez más especializadas, como cada vez más especializados eran los grupos y personas que tenían capacidad de incidir sobre ellas, de diseñarlas, avalarlas, manipularlas.
Y los espacios del anonimato, que siguieron existiendo, se mantuvieron relegados a los márgenes, con el favor mediático de un nombre que pudiera mantener a salvo a quienes no dominaban la técnica del debate en lo oscuro. Espacios que antes fueron sencillos, para pocos, exigían ahora una erudición técnica o un objetivo ilegítimo como motivación.
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Cuando fui más grande, en tiempos recientes, se siguió popularizando internet. Ya no en grandes, medianas y pequeñas computadoras sino en dispoitivos celulares cuyo costo seguía -y sigue- bajando; en un entorno digital cada vez más cercano y menos propio, atestado de delincuentes y oportunistas que amenazan la privacidad y la seguridad en línea.
Pero es que el escenario de los tiempos recientes está muy lejos de los antiguos e inmemoriales finales del siglo XX. A esta internet, la libertad llegó en la forma de redes sociales y servicios de wifi gratis, de dispositivos e ifraestructuras cada vez más accesibles, aunque todavía falte mucho para cerrar la brecha digital, según nos dicen los analistas del desarrollo.
Pero llegó, de alguna forma. Y como ya escribía arriba, internet dejó de ser un territorio de pocos y eruditos de la técnica, para ser el espacio (dispuesto por otros) donde nuestras voces pueden ser, en primer lugar. Donde además se amplifican y se encuentran con otras voces que también han sido amplificadas. Y en nuestras voces, ahí sí aparecemos las mujeres.
Aunque siempre hubo mujeres, desarrollando código, produciendo cultura, participando en foros, luchando en internet. Sobre todo, utilizando las tecnologías y adaptándose a sus cambios. El asunto entonces es de cantidad y de visibilidad, pero el ‘siempre hubo’ no nos resulta suficiente, porque los esquemas y maneras de la internet cuando parecía más libre no eran para nosotras, eran para esos sujetos universales que no tenían nombre ni forma sino apenas comentarios y códigos.
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Y la cultura no fue menos libre mientras fue desarrollada por menos personas, ni mientras ha sido adoptada como principio de acción en procesos individuales y colectivos en distintas latitudes continentales. Pero la privatización de los procesos, ¿hace menos libre la cultura? Al respecto hay una larga conversación que no continuaré por aquí, justo por ser el centro del meollo.
Cuando las mujeres -y corrijo, más y más diversas mujeres- comenzamos a acceder a la cultura libre, tuvimos también que concedernos contradicciones -por quién no- y faltas a la consecuencia. Aceptar que en el imperio vigilante, la mejor manera de comunicarnos seguras es depender de la empresa que mejor se nos ofrece, reconociendo que eso no significa la empresa más ética sino la que nos permite, efectivamente, comunicarnos con nuestras compañeras.
Y nos implica comenzar por la seguridad, no reconociendo parte de nuestra historia tecnopolítica común, sino porque a lo menos, amplificar nuestras voces o nuestras expresiones -por ejemplo, corporales- nos ha significado ser objeto de violencias varias en la red. Entonces, para la libertad comenzar por lo primero.
* Este texto es un borrador que continúa con las reflexiones que comencé en Aprender a navegar libres y Cultura libre: saludar al fantasma de la máquina.